Vivir en un anuncio de cerveza

Esta entrada va a ser un desahogo personal. Son casi las cuatro de la madrugada y aquí la marmota no puede dormir. Llevo dos días pachucha, maldurmiendo de noche y dormitando durante el día. Increíble pero cierto, achaco este insomnio en parte a que no he tomado café en todo el fin de semana; la cafeína tiene efectos bastante curiosos en mí y, aunque sorprenda, me ayuda a conciliar el sueño. Además, tengo malita a Marmi, mi gata. Está acostada en mi regazo ahora mismo. Ha venido a la cama mientras yo daba vueltas y se quejaba de dolor de tripa. Lleva tres meses así. Me tiene preocupada, aunque lo que le pasa no es grave. Pero ella está muy incómoda y hay noches, como la de hoy, en que siente dolor y me busca, como si yo tuviera una varita mágica que le pudiera calmar el malestar. Me siento bastante impotente con la chiquitina. Y, como estoy desveladísima, he decidido levantarme y, entre otras cosas, organizarme esta semana, que va a ser dura. Me asusto solo de ver la lista cuasikilométrica de cosas que tengo que hacer por la mañana (sobre todo porque estaré más dormida que despierta). Y tengo que ir mentalizándome para no sufrir demasiado con el libro que me llega esta semana para corregir (sé que voy a llorar más de una vez con él; os contaré de qué va a su debido tiempo, aunque este fin de semana he dejado mil pistas en mi Twitter). Parece que me estoy quejando un poco, ¿no? Y sin embargo…

… sin embargo, llevo un par de meses con la sensación de estar viviendo permanentemente en un anuncio de cerveza. Y mido todo en momentos felices. Porque ha habido un cambio que ha provocado muchas cosas. Todo tiene que ver, claro está, con la gente que me rodea. Mi vida son risas, conversaciones cómplices con mis amigos (uf, ahora os quiero aún más si cabe), libros compartidos (cómo no, algunos tremendamente especiales), biberones para Anne e Iñigo, canciones a voz en grito por teléfono (a uno que yo me sé le ha dado por llamarme y cantarme la primera estrofa de «Así fue» de la Pantoja —que conste que tuvimos que buscar el título—, y yo me parto), sushi en el parque con los pies descalzos, la preparación de la Bakiotrón mientras comemos en terrazas al sol (¿logrará Iñigo [el grande] que le traiga el ayudante y patrocinador que tiene en mente?), luciérnagas en el jardín, una voz que reconoces entre un millón, los incendios de nieve y calor de Love of Lesbian o cafés a media mañana en los que se dice sin hablar. Y también son caricias robadas delante de un ejército de cotillas profesionales o saludos ya míticos y nuevas formas de llamarme. O mensajes muy íntimos y ambiguos compartidos con miles de personas (y no me refiero a esta entrada precisamente, aunque también podría serlo). Mi vida se mide ahora en misisipis…

Pero para llegar a medir en esos misisipis, he tenido que aprender muchas cosas. Y ahora sé que lo mejor para tender un puente que se había caído es un simple «hola» acompañado de una sonrisa sincera; a veces, incluso, hay una sonrisa aún más amplia de lo que recordabas y detalles muy chiquitines que suponen un mundo esperando al otro lado. También me he dado cuenta de que correr no es de cobardes; al contrario, es de personas muy valientes a las que me gustaría parecerme, porque no escapan, sino que se superan. Y, sobre todo, he aprendido (estoy aprendiendo) a asumir realidades, tanto las que me gustan como las que no. Saber a qué atenerse proporciona una tranquilidad pasmosa. La nueva pantalla del videojuego es más colorida y me está resultando mucho más sencilla y liviana. Es de agradecer.

Y tras esta incontinencia verbal que a muchos os habrá parecido un auténtico galimatías (a otros les sonará todo y les resultará muy familiar), voy a intentar dormir un poco. Gracias por leerme.