Tristeza

La cura para todo es siempre el agua salada: el sudor, las lágrimas o el mar.
Isak Dinesen

Llevo varios días llorando como una magdalena: me queman los ojos por dentro de tanto llanto y, como siempre que me preocupa algo, me duele tantísimo la cabeza que en estos momentos me la arrancaría de cuajo para eliminar el dolor. Pero la quemazón en los ojos o la jaqueca son minucias si las comparo con la profunda pena que siento. Estoy terriblemente triste. Y, esta vez, la tristeza va acompañada de sensación de desamparo y, por qué no, de orfandad.

Ayer murió una de las personas más importantes de mi vida. Una de las personas a las que más he querido, quiero y querré mientras yo viva. Creo que mucho de lo que soy se lo debo, además de a mis padres, a ella, en quien siempre me he fijado y a quien siempre he admirado. Porque hay personas que, desde su aparente pequeñez, brillan. Y ella brillaba y nos cobijaba a todos (y somos muchos) en su luz y en su calidez.

No os voy a hablar más de ella. No es el momento (no puedo, estoy demasiado rota para enfrentarme a ciertas cosas ahora mismo) ni creo que este sea el lugar. Pero quería que supierais por qué apenas estoy por el blog estos días. Volveré pronto, pero ahora mismo tengo otras cosas más importantes de las que ocuparme: me toca acompañar a los míos (un beso enorme a todos desde aquí, sobre todo a mi ama, a Vero y a Totó, que leen el blog y son quienes más me han ayudado y se han preocupado por mí estos días); me toca lidiar con esta profunda tristeza que se me ha instalado en el pecho y que no hay congoja que saque; y me toca hacerme a la idea de que, desde ayer, estoy un poquito más sola y más huérfana.