Karl Ove Knausgard: ‘La isla de la infancia’
Después de meterme de lleno en los dos primeros volúmenes que componen Mi lucha, el proyecto de Karl Ove Knausgård, decidí reposar un poco su lectura y dejar el tercero para más adelante. No he podido aguantar más y lo he devorado apenas dos meses después. Pensaba que La isla de la infancia no me iba a gustar tanto como los anteriores: qué equivocada estaba. Y ahora aquí me hallo, como una yonqui, queriendo más.
La memoria no atiende al orden cronológico. Avanza, retrocede, se remansa; guarda reposo y, por sorpresa, sin que conozcamos el motivo, se aviva de nuevo, como si la impulsara una súbita iluminación. Es en las mil direcciones en las que se dispara por las que se interna con pasmosa exactitud Mi lucha, el monumental ejercicio de realismo autobiográfico de Karl Ove Knausgård, guiado por «una especie de oído absoluto de los recuerdos». Y, de todas ellas, La isla de la infancia (el esperado tercer volumen de su novela) arranca situándonos en la isla de Tromøya en el verano de 1969, donde un Karl Ove de ocho meses llega en un carrito empujado por su madre.
Desde allí, desde el centro de los inmensos bosques cargados de promesas y misterios (el escenario predilecto de las exploraciones del pequeño Karl Ove, descrito con meticuloso detallismo, objeto de una permanente fascinación), se despliega un zigzagueante y encendido recuento de experiencias y descubrimientos. La felicidad de la escuela y el esfuerzo por encontrar encaje en ella; las recompensas y fricciones de la amistad; la excitación de la vida al aire libre, con sus travesuras y juegos; el descubrimiento de la cara más luminosa y la más amarga del amor; los temores y alegrías; la ropa, la lectura, la música, el deporte; la familia, la familia por encima de todo, con sus dos figuras antagónicas, difuminada una, omnipresente la otra: la serena confortabilidad de la madre frente al terrorífico autoritarismo paterno, siempre vigilante, dispuesto a examinar y sancionar con violencia cualquier desliz.
He aquí los materiales con los que, cerrando el foco y diseñando una voz que se acerca con la mayor veracidad a la experiencia infantil y su cosmovisión, se compone la entrega más dinámica, directa, compacta y magnética de una empresa literaria imperecedera; un combate inclemente y exitoso, de una sinceridad y crudeza tan descarnadas como inusuales, contra lo más complejo del recuerdo, la existencia, la identidad.
La voz infantil de Karl Ove me ha encandilado. Porque aquí no estamos escuchando al adulto padre de familia. No. Estamos escuchando a un niño que va creciendo hasta casi llegar a la adolescencia. Pasamos de hijo que se ocupa de su padre, a padre y, ahora, a hijo (niño). Sí que hay alguna reflexión del Karl Ove adulto, pero, por encima de todo lo demás, está la personalidad chispeante, tierna y todavía inmadura de Karl Ove. ¡Qué complicado lograr esto, en serio! Con la misma prosa sencilla de recuerdos que se yuxtaponen de las otras novelas, La isla de la infancia es una vuelta a esa etapa de la vida en que todo es exploración y descubrimiento.
Karl Ove nos habla sobre su vida: la escuela (donde destaca como un muy buen estudiante, sobre todo a la hora de escribir redacciones), los amigos, los deportes, las excursiones, el descubrimiento de la música y los libros, el sexo, las travesuras (hay momentos realmente hilarantes), los primeros amoríos… Pero, entre todas las cosas, destaca la familia, tan importante en la vida de Karl Ove. Una vida familiar marcada, por un lado, por la admiración que siente por su hermano mayor, Yngve; y, por otro, por la relación que mantiene con sus padres. Karl Ove siente pavor de su padre. Un padre autoritario, exigente y poco comprensivo con el niño sensible y temeroso que tiene por hijo. Castigos, gritos e, incluso, palizas son la tónica habitual de una relación que quienes hemos leído la primera parte de Mi lucha ya conocíamos, aunque probablemente no con la hondura que proporciona esta tercera. No puedo dejar de sentir una lástima tremenda por Karl Ove. En contraposición, la madre. Una madre casi ausente, primero en la narración (el Karl Ove adulto explica esta ausencia) y luego en la vida de Karl Ove. El temor al padre frente al refugio, el hogar y el cariño de la madre.
No os voy a contar más (no he contado nada, que conste). Yo no sé por qué no estáis todos leyendo a Knausgård y hablando conmigo sobre él todo el tiempo. En serio, es de lo único que quiero hablar estos días. Estoy maravillada con esta obra, maravillada con el autor (creo que siento una especie de amor platónico por él, sobre todo después de pasarme media tarde el otro día viendo entrevistas suyas en Youtube: es lo que tiene estar pachuchilla en casa) y, de verdad, es mi tema de conversación favorito ahora mismo (por si no os habíais dado cuenta quienes me seguís por Twitter). Así que, llenadme los comentarios con opiniones sobre Karl Ove, por favor. ¿Lo habéis leído? ¿Os llama la atención? Prometo contestar… 😉
Y una última cosa: señores de Anagrama, saquen ustedes el cuarto volumen ya, por favor, que lo necesitamos.
Hola Mónica,
Estaba esperando tu comentario. Este verano después de leer de un tirón la primera parte, en León, donde estaba pasando unos días, no fui capaz de encontrar la segunda y con el ‘mono’ que tenía tuve que saltar directamente a la Isla de la Infancia. Me pareció uno de los mejores libros que he leído en tiempo, no podía parar de leer.
El contraste entre la felicidad del protagonista, descrita de modo que te ves a ti mismo montando en bicicleta, subiendo por el bosque lleno de nieve, etc., la angustia que me ha creado en algún momento el carácter del padre, la actitud de la madre, cercana, pero al mismo tiempo a mi me ha parecido que distante…
Todo ello hace un libro que me ha parecido redondo.
Después de un mes de descanso ayer comencé el hombre enamorado… No es cuanto me durara. Salvo que el trabajo me lo ponga difícil, preveo que poco.
Un saludo,
Cristina