Kyoichi Katayama: ‘Un grito de amor desde el centro del mundo’
Me vais a permitir que, con esta reseña, haga una excepción y me meta en cuestiones muy personales. Hoy no es un buen día para mí y tengo la necesidad de hablar de algo muy íntimo. Cuando leí este libro, hace año y medio aproximadamente, lloré muchísimo por todo lo que os voy a contar más adelante. La reseña casi tal cual la he sacado (actualizando fechas y datos) de un texto que escribí hace tiempo. Quizá a algunos os suene…
Quien no quiera saber absolutamente nada de la novela, que no lea a partir de aquí; pero, realmente, no estoy desvelando nada que no se descubra en las primeras páginas de la novela. Un grito de amor desde el centro del mundo es la historia de Sakutarô y Aki, dos adolescentes de una ciudad provincial japonesa que, tras conocerse en la escuela, se hacen amigos. Esa amistad se va convirtiendo en un amor puro y tierno, que nos tiene encandilados a los lectores hasta que, por desgracia, una terrible enfermedad se lleva la vida de Aki.
El libro es muy sencillo y muchos lo tildarían de novela para adolescentes, sentimentaloide y sin nada novedoso que aportar, pero cualquiera que se haya tenido que enfrentar a una pérdida en su vida sabe que va mucho más allá. Voy a destacar dos aspectos que me parecen clave:
En primer lugar, los personajes protagonistas en sí. Asistimos a una auténtica evolución en ellos. Conocemos a unos niños, con problemas de niños, y acabamos leyendo la historia de dos adultos. Es como la teoría del caos: la súbita enfermedad de Aki los sitúa en un nuevo plano; Aki y Sakutarô deben reflexionar sobre la vida, la enfermedad y la muerte. Hay un proceso físico de deterioro en Aki, y un proceso psicológico totalmente devastador en ambos. De la felicidad absoluta, a un terrible vacío que Sakutarô sigue sufriendo incluso quince años después.
Asimismo, son de destacar las conversaciones de Sakutarô y su abuelo. Creo que son la base ideológica de la novela. Tienen formas distintas de concebir la muerte y la vida tras la muerte de la persona amada y nos podemos identificar bien con uno, bien con otro, y sacar nuestras sus propias conclusiones sobre el amor y la muerte.
Por desgracia he tenido que reflexionar mucho sobre esto en mi vida y también me ha tocado vivir la enfermedad, el deterioro y la muerte de la persona que más quería (y quiero) en el mundo: mi aita. Aita murió hace hoy diez años de un cáncer a los 55 años. Era un hombre fantástico, el mejor padre que nadie podría soñar tener. Si tuviera que elegir la época más feliz de mi vida, diría que fue, sin lugar a dudas, mi infancia y, obviamente, mi padre tuvo mucho que ver en esto (también mi ama). Recuerdo un montón de detalles y momentos con él, como el beso de buenas noches, las mañanas de domingo nadando en el Deportivo, la lectura de El mago de Oz antes de dormir, las tardes de cine… Era muy cariñoso con nosotros… Por suerte pasé más que mi infancia junto a él, pues yo tenía 23 años cuando murió.
Le diagnosticaron el cáncer el 18 de agosto de 1999 y murió ese horrible 26 de junio de 2000. En esos meses, el deterioro físico, sobre todo en los últimos tres meses fue brutal. Y supongo que él pensaría en la muerte, pero nunca lo hablamos. De hecho, yo no me di cuenta de que realmente se moría hasta dos días antes de que sucediera. Sabía, de forma racional, que se estaba muriendo, los médicos hablaban conmigo e intentaban quitarme cualquier esperanza que pudiera tener para que no me hiciera falsas ilusiones, pero no «quise» darme cuenta de lo que significaba, no «quise» comprender qué estaba sucediendo hasta que fue muy tarde. Y entonces pasó. Y primero estuve como en una nube durante varios días, sin saber muy bien por dónde me daba el aire o qué tenía que hacer, más preocupada de cómo estaban otras personas que de cómo estaba yo. Después vino una temporada en que pensaba que iba a entrar en casa en cualquier momento, iba a dejar su cartera en la esquina del mueble de la sala y se iba a agachar a darme un beso y preguntarme qué tal el día. Pero eso nunca ocurrió. Y nunca ocurriría. Y entonces la realidad se me vino encima, y todo se volvió gris, y me cuesta respirar al pensar en todo aquello.
La vida nos obliga a continuar. Nos obliga y nos resignamos a ello. Y seguimos andando, aunque nos falta un pedazo de alma, un pedazo de corazón que se fue y no va a volver. Y para que sigamos, la vida nos trae otras cosas y a otras personas que pueden hacernos felices de nuevo. Aunque la felicidad nunca será completa, porque todos los días de nuestra vida pensaremos en quien nos falta. Porque Sakutarô jamás volverá a sentirse pleno sin Aki. Y yo tampoco sin aita a mi lado.
Buenos días, Mónica:
Muchas gracias por el post que nos has dejado hoy.
Gracias por ser como eres.
Gracias por ayudarme a levantar y seguir cuando tú estabas muy rota.
Gracias por ser una fantástica guía en nuestras vidas, sobre todo en la de tu hermano.
Sabes que me alegro de tus éxitos y me apeno, y mucho, cuando algo malo te sucede.
Hoy te daré un gran abrazo…
Te quiero.